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para darles un poco de altura, completó la
presentación.
 ¿Cómo está? -preguntó Krendler, que hablaba a voz
en cuello tras las flores, como suele ocurrir con
los lobotomizados.
 Verdaderamente exquisito -dijo Starling-. Es la
primera vez que pruebo las alcaparras.
Al doctor Lecter el brillo de la salsa de
mantequilla en los labios de Starling le pareció
irresistible.
Krendler cantaba oculto tras los ramos, en general
canciones de guardería, y los animaba a pedirle la
que quisieran oír.
Sin prestarle atención, el doctor Lecter y Starling
hablaban de Mischa. Starling estaba al tanto del
destino que había corrido la hermana del doctor
Lecter por sus conversaciones sobre el dolor de la
pérdida; pero en esa ocasión él habló de forma
esperanzada sobre la posibilidad de hacerla
regresar. En medio de semejante velada, a Starling
no le pareció descabellado que Mischa consiguiera
volver, y expresó su esperanza de llegar a
conocerla.
 Nunca podrías contestar los teléfonos de mi oficina
-gritó Krendler entre las flores-. Suenas como un
conejito de granja.
 Fíjate a ver si sueno como Oliver Twist cuando pida
un poco más -le replicó Starling, y el doctor Lecter
apenas pudo contener su regocijo.
Una segunda ración consumió casi por entero el
lóbulo frontal y se aproximó por la parte posterior
hasta el córtex premotor. Krendler se vio reducido a
observaciones irrelevantes sobre objetos de su campo
de visión inmediatos y al monótono recitado de un
poema obsceno e interminable.
Absortos en su charla, Starling y Lecter no se
sentían más incómodos que si un grupo en la mesa
vecina de un restaurante hubiera cantado; pero
cuando el volumen del poema empezó a se excesivo el
doctor Lecter se levantó y fue a por la ballesta,
que estaba en un rincón.
 Me gustaría que escucharas el sonido de este
instrumento de cuerda, Clarice.
Esperó a que Krendler se callara un momento y
disparó un saeta que voló sobre la mesa y atravesó
las flores.
 Si vuelves a oír este particular vibrato de la
cuerda de ballesta en cualquier situación futura,
ten por seguro que significa tu completa libertad,
paz e independencia -dijo el doctor Lecter.
Las plumas y parte del astil asomaban entre las
flores y se movían más o menos al ritmo de una
batuta dirigiendo un corazón. La voz de Krendler
calló de golpe y al cabo de unos pocos latidos la
batuta se inmovilizó.
 ¿Es más o menos un re por debajo de medio do? 
Exacto.
Al cabo de un momento Krendler emitió un gorgoteo al
otro lado del telón vegetal. No era más que un
espasmo en la laringe debido a la creciente acidez
de su sangre a causa de su reciente de su muerte.
 Vamos con el segundo plato -propuso el doctor-.
Pero antes, un pequeño sorbete para refrescarnos el
paladar antes de la codorniz. No, no te levantes. El
señor Krendler me ayudará a despejar la mesa, se
eres tan amable de disculparlo.
Dicho y hecho. Tras la pantalla de flores, el doctor
Lecter se limitó a vaciar los platos sucios en el
cráneo de Krendler y luego los amontonó en su
regazo. Volvió a taparle el cráneo y, cogiendo la
cuerda atada al pie rodante que sostenía el sillón,
lo llevó hasta la cocina.
Una vez allí el doctor Lecter volvió a montar la
ballesta. Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra
para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer
ventajas.
Las codornices tenían la piel crujiente y estaban
llenas de  foie gras . El doctor Lecter habló de
Enrique VIII como compositor y Starling, de diseño
asistido por ordenador para crear sonidos
sintéticos, de la réplica de los vibratos.
Tomarían el postre en la sala de estar, anunció el
doctor Lecter.
Capítulo 101.
Un soufflè y copas de Château d´Yquem ante la
chimenea de la sala de estar, con el café preparado
en una mesita en la que Starling apoyaba un codo. El
fuego bailaba en el vino dorado, que difundía su
aroma sobre las profundas tonalidades del tronco
incandescente.
Hablaron de tazas de té y del discurrir del tiempo,
y sobre las leyes del desorden.
 Y así fue como llegué a creer -concluyó el doctor
Lecter- que debía haber un lugar en el mundo para
Mischa, un buen lugar que alguien dejaría vacante
para ella, y llegué a pensar, Clarice, que el mejor
lugar del mundo era el que tu ocupabas.
El resplandor del fuego no sondeaba las
profundidades de su escote tan satisfactoriamente
como la luz de las velas, pero era maravilloso verlo
jugar sobre los huesos de su cara.
Starling se quedó pensativa unos instantes.
 Déjeme preguntarle algo, doctor Lecter. Si Mischa
necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y
no digo que no sea así, ¿por qué no el suyo? Está
bien ocupado y sé que usted no se lo negaría. Ella y
yo podríamos ser como hermanas. Y si, como usted
dice, hay espacio en mí para mi padre, ¿por qué no
hay sitio en usted para Mischa? El doctor Lecter
parecía complacido, si por la idea o por la astucia
de Starling, sería imposible decirlo.
Tal vez sintiera una vaga preocupación al comprender
que sus esfuerzos habían dado mejores frutos de lo
que nunca hubiera imaginado.
Al dejar la copa en la mesita que tenía al lado,
Starling empujó su taza de café, que se rompió
contra el hogar. Ni siquiera la miró.
El doctor Lecter observó los fragmentos, que
permanecieron inmóviles.
 No creo necesario que tome una decisión en este
mismo instante -dijo Starling.
Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del
fuego. Un suspiro del fuego, la tibieza que
atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino
acudió a la mente de Starling. El doctor Lecter,
hacía ya tanto tiempo, preguntando a la senadora
Martin si había amamantado a su hija. En la calma
sobrenatural de Starling se produjo un movimiento
rodeado de destellos: por un instante innumerables
ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho
más allá de su propia experiencia.
 Hannibal, ¿tu madre te dio de mamar?  Sí.
 ¿Sentiste alguna vez que habías tenido que ceder el
pecho a Mischa? ¿Sentiste alguna vez que te lo
arrebataban para dárselo a ella? Un latido.
 No lo recuerdo, Clarice. Si se lo cedí, lo hice con
alegría.
Clarice Starling se llevó la mano al profundo escote
de su vestido y liberó sus pechos. El aire endureció
los pezones al instante.
 No tienes por qué renunciar a éstos.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedeció el dedo
de apretar el gatillo en el Château d´Yquem caliente
de su boca y una gota gruesa y dulce quedó
suspendida del pezón como una joya dorada, temblando
al ritmo de la respiración.
Él abandonó la silla sin dudarlo, dobló una rodilla
ante ella e inclinó la cabeza, reluciente al
resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema
del busto indefenso.
Capítulo 102.
Buenos Aires, Argentina, tres años más tarde.
Barney y Lillian Hersh paseaban cerca del Obelisco
de la avenida 9 de Julio al atardecer. La señorita
Hersh, profesora en la Universidad de Londres,
disfrutaba su año sabático. Ella y Barney se habían
conocido en el Museo Antropológico de la ciudad de
México. Se habían gustado y llevaban dos semanas
viajando juntos, aprendiendo a conocerse día a día.
Cada vez se lo pasaban mejor y no parecía que fueran
a cansarse el uno del otro.
Habían llegado a Buenos Aires demasiado tarde para
ir al Museo Nacional, donde se exponía un Vermeer en
préstamo. A Lillian Hersh, la misión de ver todos
los Vermeer del mundo que Barney se había impuesto
le resultaba simpática, y no era un obstáculo para
divertirse. Barney había visto una cuarta parte de
los cuadros, así que quedaban un montón de sitios a
los que ir.
Estaban buscando un sitio agradable en el que
pudieran cenar en la terraza.
Las limusinas estaban aparcadas ante el Teatro
Colón, el espectacular teatro de la ópera de Buenos
Aires.
Se detuvieron un momento para admirar a los amantes
del  bel canto que entraban.
Se representaba  Tamerlán con un reparto [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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