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sejaba que le diera otra; si se quejaba de falta de dinero, que le quitase el sueldo. Siempre con el sistema
del Hombre del Gallo.
A aquel pajarraco de mal agüero todo el mundo le odiaba. Su único amigo era un gato negro, Belzebuth,
con el que andaba por todas partes llevándolo en el hombro.
Así como el doctor Cornelius era la bestia negra del barco, un jettator, como dicen los italianos, o un
Jonás, como dicen los ingleses, Tommy, el grumete, era la mascota. A este muchacho se lo habían encon-
trado en El Dragón un día a bordo, al pasar por Santa Elena. ¿De dónde era? ¿De dónde venía? Nadie se
lo preguntó. Dijo llamarse Tom, y como era pequeño, todo el mundo empezó a decirle Tommy. Le quisieron
hacer limpiar las botas de los marineros, él se negó; le quisieron pegar, y él corrió como una ardilla a escon-
derse y al día siguiente le hinchó un ojo a uno de sus perseguidores, y al otro día le derramó una caldera
de agua hirviendo a los pies a otro.
En poco tiempo Tommy se impuso. No quería trabajar y trataba con un desprecio profundo a la
marinería. Era un ejemplo de lo que puede el convencimiento de la propia fuerza aun entre gente bestial.
Tommy se reía de nosotros; hasta la campana la tocaba de una manera burlona, haciendo un tintán ende-
moniado.
Como Tommy no hacía nada, todos los trabajos del barco iban a dos pobres muchachos, el uno por-
tugués y el otro bretón, a quienes aquellos bárbaros de marineros trataban a golpes.
Zaldumbide mismo le miró a Tom con simpatía. Tommy era un clown, un verdadero diablo. Se había
ganado la independencia, y fuera de tocar la campana para renovar las guardias, lo que hacía de la man-
era más escandalosa e impertinente que puede suponerse, no trabajaba nada. En cambio, educaba a nue-
stro perro y a la mona Mari-Zancos a la alta escuela.
Little Tommy hacía juegos malabares con Demóstenes, el negro, y con Chim, el malayo. Chim y Tommy
representaban con frecuencia una parodia de Guillermo Tell. Chim sabía jugar con los cuchillos con una
gran habilidad. Tommy se ponía delante de la puerta de la cocina con una manzana en la cabeza. Chim le
tiraba un cuchillo y, después de atravesar la manzana, lo dejaba clavado en la puerta. Entonces Tommy
extendía la mano, arrancaba el cuchillo y se comía la manzana entre las carcajadas de todos.
El diablo del chico, cuando se ponía de mal humor, iba a la cofa de un palo y allí estaba hasta que se le
pasaba la murria, y volvía más alegre que antes.
Otro de los personajes importantes del barco era Poll. Poll era un loro inglés; lo habían robado una noche
Old Sam y un amigo suyo en el consulado de Inglaterra de un pueblo del Brasil. Poll, en vez de decir
Bonjour, jaquot! o ¡Lorito real.; como hubiese dicho siendo francés o español, gritaba:
Scratch Poll! Scratch poor Polly!
y ponía, la cabeza entre la reja de la jaula para que se le rascara.
Belzebuth, el gato negro del doctor Cornelius, tenía un odio feroz a Poll y dos o tres veces estuvo a punto
de matarlo.
Tommy solía entretenerse en hacer rabiar al pajarraco. Le echaba humo de tabaco, le llamaba y solía
poner entre los barrotes de la jaula un trozo de madera, como si fuese el dedo, y Poll que era rencoroso,
se echaba sobre él y le daba un picotazo con su pico fuerte, y cuando se encontraba que no tenía presa,
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
se recogía, burlado y huraño, ante las carcajadas del pillo del grumete...
Con esta tropa salíamos de Amsterdam en mayo, pasábamos en junio a la altura de las Canarias y
cruzábamos por delante de las islas de Cabo Verde.
Aquí nos deteníamos para la aguada y nos acercábamos a las costas de África. Solíamos ver en el viaje
barcos que iban a la India, fragatas y bergantines; pero en aquella época la cordialidad marítima no era muy
grande. Se temía el encuentro de barcos piratas, y los negreros, que eran muchos en aquellas costas,
huían de todo buque, temiendo encontrar en cada uno un crucero inglés.
Llegábamos a la costa de Angola; allí había agentes de todas las nacionalidades, sobre todo americanos
y portugueses. Éstos se metían entre los reyezuelos y jefes de tribu y hacían negocio. A cambio de los
negros daban fusiles, pólvora, instrumentos de hierro y brazaletes de latón y de cristal.
Embarcábamos doscientos o doscientos cincuenta negros entre hombres, mujeres y chicos, y
aprovechando los alisios del sudeste, íbamos casi siempre al Brasil. Allí vendíamos el saldo entero. Luego,
el comerciante negociaba al por menor. Los hombres valían de mil pesetas hasta cinco mil; los niños, vein-
ticinco duros antes de bautizar y cincuenta después; las mujeres se vendían a precios convencionales.
Zaldumbide no regateaba fusiles ni pólvora para adquirir un buen género. A él no le daban un anciano
venerable por un hombre joven, aunque estuviese teñido, ni un hombre con una hernia por un individuo bien
organizado.
Él, con el doctor Cornelius, miraba los dientes de los negros, estudiaba los músculos y las articulaciones;
veía si tenían hinchado el
vientre.
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