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desayuno. Pero Eric debió de oír o sospechar algo porque salió por la ventana de su
habitación, se descolgó por el desagüe hasta el suelo y se escapó con la bicicleta de
Diggs. Pasaron otra semana y dos o tres perros más antes de que lo cogieran sacando
gasolina del coche de alguien en mitad de la calle. Le rompieron la mandíbula en el
proceso de arrestarlo, y esta vez Eric no se escapó.
Unos meses después dictaminaron que estaba loco. Le hicieron pasar por todo tipo de
pruebas, intentó escaparse en innumerables ocasiones, atacó a enfermeros, a asistentes
sociales y a médicos, y les amenazó con todo tipo de acciones legales y con asesinatos.
Lo fueron trasladando gradualmente a sanatorios de mayor seguridad para pacientes
crónicos a medida que aumentaron sus pruebas, sus amenazas y sus peleas. Mi padre y
yo oímos que se tranquilizó bastante una vez lo internaron en el hospital que está al sur
de Glasgow y que no volvió a intentar fugarse, pero, considerando lo que ha ocurrido, se
me ocurre que probablemente estaba tratando, al parecer con éxito, de conseguir que sus
guardianes se confiaran.
Y ahora estaba desandando el camino de vuelta para visitarnos.
Recorrí lentamente con los prismáticos el terreno que se extendía frente a mí, de norte
a sur, de neblina a neblina, la ciudad y las carreteras y la estación de ferrocarril y los
campos y playas, preguntándome si en alguno de aquellos lugares que transitaba mi
mirada se encontraría Eric en aquel preciso momento, si ya habría llegado hasta aquí.
Sentí que estaba cerca. No sabía por qué, pero había tenido tiempo de sobra y la llamada
de la noche anterior había sonado más clara que sus otras llamadas y... simplemente lo
sentía. Podría ser que estuviera aquí en este instante, merodeando, esperando a que ca-
yera la noche para avanzar, o emboscado en el monte, o tras las retamas, o agazapado
en las hondonadas de las dunas, avanzando hacia la casa, o buscando perros.
Seguí caminando por la cresta de las colinas y después descendí unas cuantas millas
en dirección a la ciudad, entre hileras de coniferas por donde se oía el murmullo lejano de
las sierras eléctricas entre la sombra y la quietud de las oscuras masas de árboles. Crucé
la vía del tren, atravesé unos campos de cebada, la carretera y los vastos pastizales de
ovejas hasta llegar a las dunas.
Me dolían los pies, y al caminar por la franja de arena dura de la playa sentía un ligero
dolor en las piernas. Una leve brisa se levantó desde el mar y me alegré de que llegara
porque habían desaparecido las nubes, y el sol. aunque estaba cayendo, seguía pegando
fuerte. Llegué a un río que va había cruzado antes por las colinas y volví a cruzarlo cerca
del mar subiendo por las dunas hasta encontrar un puente de cables que había por allí.
Me encontré rodeado de ovejas, algunas esquiladas, otras aún con su lana, que se
apartaron de mí con sus balidos entrecortados y se detuvieron cuando vieron que estaban
seguras, bajaron la cabeza o se arrodillaron para continuar triscando la hierba
entreverada de flores.
Recuerdo que solía despreciar a las ovejas por ser tan profundamente estúpidas. Las
había visto comer, comer y comer, había visto perros que habían dominado un rebaño
entero de ellas, las había perseguido y me había reído del modo en que corrían, había
podido contemplar cómo se metían en toda clase de líos enredándose tontamente en los
matorrales, y siempre pensé que les estaba bien empleado eso de acabar en chuletas de
cordero y merecían ser utilizadas como máquinas productoras de lana. Tuvieron que
pasar muchos años y un largo proceso para que llegara a darme cuenta de que lo que
verdaderamente representaban las ovejas no era su propia estupidez, sino nuestro poder,
nuestra avaricia y nuestro egoísmo.
Cuando llegué a entender la evolución de las especies y a saber un poco de historia,
de agricultura y de ganadería, vi claramente que aquellos espesos animales blancos de
los que yo me reía por seguirse unos a otros y enredarse en los matorrales eran tanto el
producto final de generaciones de granjeros como de generaciones de ovejas: nosotros
las convertimos en lo que son, las moldeamos a partir de sus ancestros supervivientes y
salvajes de manera que se hicieran dóciles, estúpidas y generosas productoras de lana.
No queríamos que fueran inteligentes y, hasta cierto punto su inteligencia y su agresividad
estaban ligadas. Por supuesto, los carneros son más inteligentes, pero hasta ellos se ven
degradados por las hembras idiotas con las que tienen que tratar e inseminar.
Idéntico principio puede ser aplicado a las gallinas, a las vacas y a cualquier cosa en la
que hayamos puesto nuestras avariciosas y hambrientas manos desde hace tiempo. De
vez en cuando pienso que lo mismo podría haberles ocurrido a las mujeres pero, aunque
la teoría resulte bastante atractiva, me temo que estoy equivocado.
Llegué a casa a tiempo para la cena, engullí el par de huevos, el bistec, las patatas y
las judías, y me pasé el resto de la tarde viendo la televisión y hurgándome la boca con
una cerilla para sacarme trocitos de vaca muerta.
10 PERRO EN FUGA
Siempre me molestó que Eric se volviera loco. Aunque no se trataba de algo pasajero,
cuerdo un minuto y loco el siguiente, creo que no hay ninguna duda de que el incidente
con el niño sonriente desencadenó algo en Eric que le llevó, casi inevitablemente, a su
caída. Algo en su interior no pudo aceptar lo que había ocurrido, no pudo encajar lo que
había visto con la manera en que debieran ser las cosas. Quizá alguna parte muy dentro
de él, oculta bajo capas de tiempo y de sedimentos, como los restos romanos de una
ciudad moderna, seguía creyendo en Dios y era incapaz de aceptar la realidad de que, si
un ser tan improbable existía, pudiera dejar que le ocurriera una cosa así a una de sus
criaturas que, supuestamente, había creado a su imagen y semejanza.
Fuera lo que fuera lo que se desintegró en Eric en aquella época, significaba una
debilidad, un defecto fundamental que un auténtico hombre no podía permitirse. Las
mujeres, lo sé de ver cientos quizá miles de películas y programas de televisión, no
pueden soportar que les ocurra nada grave; las violan, o se muere su ser amado, y se
vienen abajo, se vuelven locas y se suicidan, o se consumen de pena hasta morir. Por
supuesto, tengo en cuenta que no todas ellas reaccionan del mismo modo, pero no hay
duda de que es la regla general, y las que no la siguen son una minoría.
Debe de haber unas cuantas mujeres fuertes, mujeres cuyo carácter tiene más de
hombre que la mayoría, y sospecho que Eric fue víctima de una identidad en la que había
demasiado de mujer. Esa sensibilidad, ese deseo de no herir a los demás, esa
inteligencia delicada y atenta, todas esas cosas formaban parte de su carácter porque, en
cierto modo, pensaba demasiado como una mujer. Hasta que tuvo su desagradable expe-
riencia nunca salió a flote esa parte de él, pero en aquel momento, en aquella situación
límite, bastó para quebrar su espíritu.
La culpa es de mi padre, sin mencionar a la estúpida zorra que lo dejó tirado por otro
hombre. Mi padre tiene que asumir su parte de culpa por todas aquellas estupideces que
hizo cuando Eric era muy pequeño: dejarlo que se vistiera como quisiera dándole a elegir
entre vestiditos y pantalones. Harmsworth y Morag Stove tenían razón en preocuparse por
el modo en que estaban educando a su sobrino y hicieron lo correcto al ofrecerse a
cuidarlo ellos mismos. Todo podría haber sido diferente si mi padre no hubiera tenido
esas ideas extravagantes, si mi madre no le hubiera tenido resentimiento a Eric, si los
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