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tender las redes. Amaban al lago y por eso, se quedaron en él. ¡Nada de
escoberos! Los-del Palmar eran tan antiguos como los otros. A su abue-
lo le había oído muchas veces que la familia procedía de Catarroja, y aún
debían quedarle por allá parientes, de los que nada quería saber.
La prueba de que eran los más antiguos y los más hábiles pescadores
estaba en la invención de los redolins: una maravilla que los de Catarroja
nunca habían podido discurrir. Aquellos desdichados pescaban con
redes y anzuelos; los más de los días tenían que hacerse una cruz en el
estómago, y por bueno que se presentase el tiempo no salían de pobres.
Los del Palmar, con su sabiduría, habían estudiado las costumbres de
las anguilas. Viendo que durante la noche se aproximan hacia el mar, y
en la oscuridad tempestuosa juegan como locas, abandonando el lago
para meterse en los canales, habían encontrado más cómodo cerrar las
acequias con barreras de redes sumergidas, colocar junto a ellas las bol-
sas de malla de los mornells y monots, y la pesca por sí sola iba a colarse
en el engaño, sin más trabajo para el pescador que vaciar el seno de sus
artefactos y volver a sumergirlos.
¡Y qué admirable organización la de la Comunidad del Palmar! El tío
Paloma se entusiasmaba hablando de esta obra de los antiguos. El lago
era de los pescadores. Todo de todos; no como en tierra firme, donde los
hombres han inventado esas porquerías del reparto de la tierra, y la
ponen límites y tapias, y dicen con orgullo «esto es tuyo y esto es mío»,
como si todo no fuese de Dios y como si al morir se pudieran poseer otros
terrones que los que llenan la boca para siempre.
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Vicente Blasco Ibáñez
La Albufera para todos los hijos del Palmar, sin distinción de clases; lo
mismo para los vagos que se pasaban el día en casa de Cañamel, que
para el alcalde, que enviaba anguilas lejos, muy lejos, y era casi tan rico
como el tabernero. Pero como al dividir el lago entre todos, unos puestos
eran mejores que otros, se había establecido el sorteo anual, y los buenos
bocados pasaban de mano en mano. El que hoy era un miserable,
mañana podía ser rico: esto lo ordenaba Dios, valiéndose de la suerte. El
que habla de ser pobre, pobre quedaba, pero con una ventana abierta
para que entrase la Fortuna si sentía el capricho. Allí estaba él, que era
el más viejo del Palmar, y pensaba cumplir el siglo si el demonio no se
metía de por medio. Había entrado en más de ochenta sorteos: una vez
sacó el quinto puesto, otra el cuarto; nunca había conseguido el primero;
pero no se quejaba, pues había vivido sin sufrir hambre ni calentarse la
cabeza para desnudar a su vecino, como la gente que llegaba de tierra
adentro. Además, al finalizar el invierno, cuando en los redolins ter-
minaban las grandes pescas, el Jurado ordenaba una arrastrà, en la que
tomaban parte todos los pescadores de la Comunidad, juntando sus
redes, sus barcas y sus brazos. Y esta empresa en común de todo un
pueblo barría el fondo del lago con su gigantesco tejido de redes, y el pro-
ducto de la enorme pesca se repartía entre todos por partes iguales. Así
deben vivir los hombres, como hermanos, para no convertirse en fieras.
Y el tío Paloma terminaba diciendo que por algo el Señor, cuando vino al
mundo, predicaba en lagos que eran, poco más o menos, como la
Albufera, y no se rodeaba de cultivadores de campos, sino de pescadores
de tencas y anguilas.
La muchedumbre era cada vez mayor en la plaza. El alcalde, con sus
adjuntos y el alguacil, estaba en el canal aguardando la barca que traía
de Valencia al representante de la Hacienda. Llegaban los personajes de
la contornada para consagrar con su presencia el sorteo. La gente abría
paso al teniente de carabineros, que venía de su soledad de Torre Nueva,
entre la Dehesa y el mar, al galope del caballo, manchado del barro de
las acequias. Presentábase el Jurado seguido de un mocetón que llevaba
a cuestas la caja del archivo de la Comunidad, y el pare Miquel, el beli-
coso vicario, con el balandrán al hombro y el gorrito ladeado, iba de
grupo en grupo asegurando que la suerte volvería la espalda a los
pescadores.
Cañamel, que no era hijo del pueblo y carecía de derecho para partic-
ipar del sorteo, mostrábase tan interesado como los pescadores. Nunca
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