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invitado a tomar asiento, los dos hermanos estaban confusos, y su mente atraída por sentimientos
contrarios.
Al recibir las cartas, dos horas antes, habían creído que podrían negociar la partida de su
hermana y el reconocimiento de su matrimonio. Mil libras contantes y sonantes es lo que pedirían.
Un Lombardo bien podía desembolsar esta cantidad. Pero María, con su extraña actitud y su
obstinación en no ver a Guccio, había echado por tierra sus esperanzas.
-Hemos intentado hacerla entrar en razón, en contra de nosotros mismos, ya que si nos
dejara nos haría mucha falta puesto que lleva la casa. Pero en fin, comprendemos que si, después de
tanto tiempo, venís a solicitarla, es porque verdaderamente es vuestra esposa, aunque el matrimonio
se celebrara en secreto. Además, ha pasado tiempo...
Quien hablaba era el barbudo, y al hablar se embarullaba un poco. El menor se contentaba
con aprobar a su hermano con la cabeza.
-Os lo decimos con toda franqueza -prosiguió Juan de Cressay-: cometimos un error al
negaros a nuestra hermana. Pero ello fue debido más a nuestra madre -Dios la tenga en gloria-, que
estaba muy obstinada, que a nosotros. Un caballero debe reconocer sus errores, y si María
prescindió de nuestro consentimiento, nuestra es parte de la culpa. Todo eso debería olvidarse. El
tiempo nos enseña a todos. Sin embargo, ahora es ella la que se niega; no obstante, juro ante Dios
que no piensa en ningún otro hombre. ¡Eso sí que no! Así, que no lo comprendo. Tiene rarezas
nuestra hermana, ¿verdad, Pedro?
Pedro de Cressay aprobó con la cabeza.
Para Guccio era un hermoso desquite tener ante él arrepentidos y balbuceantes, aquellos dos
mozos que en otro tiempo habían llegado en plena noche, espada en mano, para matarlo, y le
habían obligado a huir de Francia. Ahora sólo deseaban entregarle a su hermana; poco faltaba para
que le suplicaran que apretara las clavijas, fuera a Cressay, impusiera su voluntad e hiciera valer
sus derechos de esposo.
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Pero eso era conocer poco el orgulloso temperamento de Guccio. Poco caso hacía de
aquellos dos benditos; María era lo Único que le importaba. Pero ella lo rechazaba cuando estaba
tan cerca y había venido tan dispuesto a olvidar pasadas injurias.
-Monseñor de Bouville debía de pensar que ella obraría así -dijo el barbudo-, ya que en su
carta me dice: «Si la señora María se niega a ver a Guccio, como es de creer ... » ¿Sabéis la razón
que tuvo para escribir eso?
-No, no lo sé -respondió Guccio-; sin embargo, para que messire de Bouville lo haya visto
tan claro, es necesario que ella se lo haya dicho y se haya mostrado firmemente resuelta.
La cólera comenzaba a apoderarse de Guccio. Sus negras cejas se apretaban contra la arruga
vertical que le marcaba la frente. Esta vez tenía todo el derecho de actuar sin consideración hacia
María. Pagaría su crueldad con una crueldad mayor.
-¿Y mi hijo? -prosiguió.
-Está aquí. Lo hemos traído.
En la pieza contigua, el niño que estaba inscrito en la lista de los reyes, y a quienes todos
creían muerto hace nueve años, miraba como hacía las cuentas un empleado y se divertía
acariciando las barbas de una pluma de ganso. Juan de Cressay abrió la puerta.
-Jeannot, ven -dijo.
Guccio, atento a lo que pasaba en su interior, se forzaba un poco a la emoción. «Mi hijo,
voy a ver a mi hijo», se decía. La verdad es que no sentía nada. Sin embargo, ¡cuántas veces había
esperado este momento! Pero no había previsto el pequeño paso, pesado, campesino, que oía
acercarse. Entró el niño. Llevaba bragas cortas y una especie de blusa de seda; el rebelde remolino
de los cabellos caía sobre su clara frente. ¡Un verdadero campesino!
Hubo un momento de turbación en los tres hombres, turbación que advirtió el niño. Pedro lo
empujó hacia Guccio.
-Jeannot, aquí está...
Había que decir algo, decir a Jeannot quien era Guccio, y solamente se podía decir la
verdad.
-...aquí está tu padre.
Guccio, tontamente, esperaba emoción, brazos abiertos, lágrimas. El pequeño Jeannot
levantó hacia Guccio sus ojos azules, asombrados:
-¿No me dijeron que había muerto? -dijo.
Guccio se sobresaltó, dentro de él se formaba un rabioso furor.
-No, no -se apresuró a decir Juan de Cressay-. Estaba de viaje y no podía enviar noticias.
¿No es verdad, amigo Guccio?
«¡Cuántas mentiras le han dicho! -pensó Guccio-. Paciencia, paciencia... ¡Decirle que su
padre había muerto! ¡Ah, malvados!» Y por decir algo, exclamó:
-¡Qué rubio es!
-Sí, se parece mucho al tío Pedro, hermano de nuestro difunto padre -respondió Juan de
Cressay.
-Jeannot, ven, ven -dijo Guccio.
El niño obedeció, pero su pequeña mano rugosa permaneció extraña en la de Guccio, y se
secó la mejilla después de que éste lo besó.
-Quisiera tenerlo unos días conmigo -dijo Guccio-, para llevarlo a casa de mi tío, que desea
conocerlo.
Al decir esto, Guccio cerró maquinalmente el ojo izquierdo, como hacía Tolomei.
Jeannot, entreabierta la boca, lo miraba. ¡Cuántos tíos! No oía hablar mas que de eso.
-Tengo un tío en París que me envía regalos -dijo con voz clara.
-Precisamente es a él a quien vamos a visitar... Si tus tíos no tienen inconveniente. ¿Ponéis
algún impedimento? -preguntó Guccio.
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-Ninguno -respondió Juan de Cressay-. Monseñor de Bouville nos lo indica en su carta, y
nos dice que accedamos a esta petición.
Decididamente, los Cressay no movían un dedo sin permiso de Bouville.
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